Por: Javier Orrego C.

Desde siempre el ser humano le ha dado valor a las cosas tangibles o intangibles que lo rodean. La búsqueda del bien, la verdad, la belleza, la felicidad, son objetivos comunes de toda la humanidad. Sin embargo, el criterio mediante el cual llegamos a concebir que algo sea bueno, bello o verdadero ha ido cambiando a lo largo del tiempo y ha adquirido distintas significaciones según la sociedad en que estas nociones cobren vida. Claramente el valor de la virginidad no es el mismo hoy en día que en las sociedades puritanas del pasado. Los criterios de asignación de “valor” van cambiando continuamente según se van desarrollando nuevas concepciones religiosas, filosóficas o científicas. Los modelos éticos o estéticos de una sociedad siempre han ido de la mano de los paradigmas imperantes representando la idiosincrasia de los pueblos.

De este modo, los valores son un subproducto de los cambios de mentalidad y de las transformaciones sociales vividas por el hombre a lo largo de la historia. Por ejemplo, sería muy difícil sostener hoy en día como un modelo para la educación de los niños el valor que la sociedad espartana le asignaba a  la guerra y el honor del guerrero. Los espartanos educaban a sus hijos para la guerra hasta el punto en que las madres solían decirles al partir al combate: “Vuelve con el escudo o encima de él”, en referencia a la importancia capital que se le asignaba a la mantención del honor militar a toda costa y a la idea de que un espartano no debía rendirse nunca ante el enemigo aunque en ello se le fuera la vida.

¿Pero qué se entiende por “valor”? Desde un punto de vista formativo, los valores son considerados las pautas o normas propiamente tales, que orientan la conducta humana en relación a la vida en sociedad y la realización personal. Los valores sostenidos por una persona –y encarnados en ella–, hacen de esa persona lo que es. La frase evangélica: “Dime dónde está tu tesoro y te diré dónde está tu corazón”, hace alusión a esta realidad. El hombre es aquello en lo que su corazón cree. Allí donde ponemos nuestros valores –el “tesoro”– es el lugar hacia el cual ineludiblemente encaminaremos nuestros pasos. 

Si nuestro gran tesoro es la familia, el amor, el trabajo, pondremos cuidado en tratar de asegurar que esas áreas de nuestras vidas se mantengan saludables. En cambio si nuestros valores van por el camino de la acumulación de bienes materiales, la búsqueda de la riqueza, el poder, la fama, etc., subordinaremos todas las otras áreas de nuestra existencia a esa condición en donde habremos puesto nuestro corazón. Surgirán así en nuestro interior sentimientos de avidez, de codicia, de voracidad sin límites y atropellaremos a quien sea con tal de conseguir nuestras metas. 

Todos los hombres buscan su bien y su verdad creyendo que, de encontrar lo que buscan, hallarán la felicidad. El problema surge cuando, en la escala social, el bien y la verdad de unos entra en conflicto con el bien y la verdad de otros. Si creemos que seremos felices teniendo dinero y poder, buscaremos por todos los medios satisfacer esa necesidad creyendo que allí está nuestro “bien”. Acumular poder y dinero se nos antojará, entonces, “bueno”, y todo aquello que nos sostenga en esa dirección constituirá nuestra “verdad”. Surgirán en nosotros pensamientos del tipo: “el dinero y el poder son lo más importante en mi vida”, o “sólo la riqueza me proporciona la posibilidad de ser verdaderamente libre”, etc.

De este modo, dependiendo de la elección que hagamos en relación a lo que consideremos “bueno” o “malo”, “verdadero” o “falso”, “bello” o “feo”, etc., surgirá toda una escala de valores que dará origen a un tipo particular de convivencia humana. Es muy importante comprender que el mundo en que vivimos nace precisamente a partir de estas posturas, que asumimos libremente. Nuestra realidad externa es, en este sentido, la suma de todas las decisiones morales y valóricas que tomamos en nuestro interior.

Ahora bien, la valoración de las cosas que nos rodean se establece a partir de criterios muy distintos, los que pueden ir desde el simple seguimiento de una costumbre o una moda, hasta el costo, la utilidad, el placer, el bienestar, el prestigio y la necesidad de aceptación, o la necesidad de trascendencia, la búsqueda espiritual, el condicionamiento religioso, etc.

Por otro lado, todo valor se presenta siempre en su doble aspecto positivo o negativo, valor o contravalor. Dentro de este esquema, hay valores que son universalmente considerados superiores, como la dignidad, la lealtad, la libertad, la solidaridad, el altruismo, y otros inferiores, en tanto que ligados meramente a necesidades fisiológicas elementales, tales como la búsqueda del placer, la necesidad de fijar territorios o la lucha por el predominio sexual entre pares.

De esta manera, los valores son siempre subjetivos en tanto que dependen de la mentalidad y manera de ver el mundo asumida por las personas, lo cual le da un carácter personalísimo al concepto de lo valioso que cada uno asuma como propio. Esto, por su parte, es un proceso que se completa siempre en el ida y vuelta de las interacciones sociales. Es fácil entender que la disposición valórica de las personas influye en el medio en el cual actúan –familia, amistades, trabajo, vecindario, etc.–, y que este escenario, a su vez, influye en el tipo de vida que llevamos. Es este tejido valórico de la sociedad, dentro del cual las opciones individuales constituyen nada más que una hebra, el que nos escuda o cobija y nos da el contexto en el cual debemos desarrollar nuestras vidas, trabajar, formar familia, criar a los hijos, etc.

Este punto es muy importante de clarificar puesto que nos da la posibilidad de entender que las opciones que tomamos influyen en el entorno y en las vidas de otros, de modo que si nos decidimos a tomar posturas valóricas firmes afianzadas en lo mejor de nuestra naturaleza estaremos contribuyendo a generar mejores condiciones de vida, no sólo para aquellos que nos rodean, sino para nosotros mismos.  

La tarea de construir un mundo mejor es, sin duda, una tarea de todos, no sólo de los gobernantes o de los personajes poderosos que dirigen los destinos de las naciones. Las decisiones valóricas que tomamos, nuestro posicionamiento moral, aquello que decretamos como “bueno” o “malo”, “verdadero” o “falso”, “bello” o “feo”, etc., surge de un proceso interno en el que nada tienen que ver los demás, a no ser seamos nosotros mismos los que abramos las puertas de nuestras conciencias para que sean otros los que tomen las decisiones con que nuestra naturaleza da forma a “nuestro” mundo. Cuando esto sucede, cuando dejamos de ejercer nuestra libertad interior y simplemente nos convertimos en seguidores de las decisiones morales de otros, comenzamos a portarnos como rebaño renunciando a lo que nos hace verdaderamente humanos, el ejercicio de nuestro libre albedrío.

Hoy en día vivimos en una sociedad en que los criterios con que manejamos nuestras vidas tienen demasiado que ver con esa suerte de “posesión” con que otros toman las decisiones valóricas y morales que urden ese tejido social del que formamos parte. Así, renunciamos a nosotros mismos para que haya siempre “algo” ajeno a nosotros que tome el control de nuestras vidas. Esos “otros”, ese “algo” puede ser, por ejemplo, la cantinela constante de los publicistas que nos convencen de que seremos mejores personas si consumimos tales o cuales productos, o las arengas de los políticos y predicadores que constantemente intentan seducirnos para que formemos parte del rebaño sobre el que ellos asientan su poder. 

Este complejo telón de fondo que constituye el escenario en el cual se representa el drama de nuestra conciencia acosada por los mil y un aguijones de lo externo –de aquello “otro” que se opone a nuestro ser interno–, está íntimamente entrelazado con las manifestaciones externas de lo que ha llegado a ser la civilización materialista en que vivimos, contexto en el que el “tener” o el “parecer” cobra mayor importancia que el “ser” mismo, conduciéndonos por la pendiente del desprecio por lo que verdaderamente somos, seres individuales, libres, pensantes. Personas, en sumo, que no animales de un rebaño. 

En la vereda opuesta de esta posesión por “otros” tenemos asimismo una posesión por algo que llega a ser aún más amargo, lamentable y peligroso. Ese “algo”, ajeno también a nosotros mismos, está constituido por el núcleo de los instintos inferiores, base del comportamiento arbitrario, salvaje, animal que tantas veces se impone por sobre nuestra propia condición humana. Basta mirar a nuestro alrededor para constatar lo salvaje que puede llegar a ser el hombre cuando se deja poseer por sus instintos más bajos que lo impulsan a la búsqueda desesperada del placer de la carne, o por el camino funesto de los vicios, el alcohol, las drogas, la violencia. 

En uno y otro extremo –la posesión por otros o la seducción de los instintos– el ser humano se ha extraviado a sí mismo. Tanto llega a perderse, a confundirse, que hasta los más nobles sentimientos pueden llegar a ser contaminados por el extravío. No es que no amen a sus mujeres o a sus hijos los maltratadores consumados, los abusadores, los violentos; no es que no busquen en la medida de lo posible lo “bueno” en sus vidas, no es que renuncien de pleno a encontrar lo que llene sus vacíos. Lo que ocurre es que “aman” y “buscan” desde el lado equivocado. Han aprendido a mirar la vida como lo que no es, pura materia. 

Hay incluso científicos, filósofos y pensadores prestigiosos que han llegado a creer que la vida es sólo materia organizada, negando al pasar la existencia del Espíritu. Asumen así un enfoque arbitrario mediante el cual sustraen simplemente de la realidad toda dimensión trascendente. 

Ya que desde su punto de vista todo puede ser explicado en concordancia con las leyes de la materia física –desde el origen del universo hasta el origen de la vida en la Tierra–, la ciencia materialista ha dejado de lado el rol que al Espíritu le cabe en la construcción del mundo. De este modo, tal como lo señala el escritor británico Ernest Scott, extrayendo el componente espiritual del mundo y creyendo que el universo, la vida misma, podía analizarse como si se tratara de un mero mecanismo de relojería, sería posible pensar que es estadísticamente inevitable que “si un número suficiente de monos danzara durante suficiente tiempo en suficientes máquinas de escribir, las obras de Shakespeare serían finalmente escritas” (El Pueblo del Secreto, E. Scott. Editorial. Sirio, 1990).  

Este enfoque materialista de la vida, que niega la trascendencia de la existencia humana, es la trampa con que el intelecto nos atrapa. Si no hay nada más en la naturaleza humana que materia, entonces la materia de que está hecho el hombre será la que imponga las reglas del juego. Así todo estará subordinado al hambre, a la apetencia, el deseo. Esto, pues el hombre, como ser imperfecto, incompleto que es, ha de buscar lo que le falta en su entorno, tal como lo hacen los animales salvajes en la selva. Y como la naturaleza material es finita, el hombre ha de disputar con los otros el predominio sobre el medio en que habita. La competencia pasa a ser así una condición previa a la existencia contra la cual nada puede hacer el individuo. Y como en este entramado de ímpetus y arrebatos no hay límites impuestos por nada de naturaleza superior, la competencia ha de coronar únicamente al más fuerte como vencedor. De este modo, llegando a creerse tan íntimamente emparentados con el animal, los hombres han terminado por comportarse como bestias. La vida concebida bajo este enfoque se vuelve un incesante combate, una guerra, la guerra de todos contra todos. Es la ley de la selva, incluso al interior del matrimonio, la paternidad, el trabajo. Todo es lucha, combate, violencia. Sólo desde este espacio se puede llegar a sostener, como se sostiene a menudo, que “entre el odio y el amor hay un paso”. El poner el valor supremo de la vida en la materia nos convierte, de este modo, en poco más que animales. 

Volvamos ahora a la frase de Jesús: “Dime dónde está tu tesoro y te diré dónde está tu corazón”, y comprenderemos que el tesoro puesto en la materia sólo puede conducirnos a un nivel de bestialidad ingobernable, a un estado de permanente apetencia, de avidez, de hambre, de sed, de avaricia, de concupiscencia, de voracidad sin límites. Siempre querremos más. 

Pero nada puede saciar lo que no puede ser saciado porque aquello de lo que el hombre carece es intangible. Nada que encontremos fuera de nuestras almas podrá llenar el vacío del alma humana. Comprenderemos así que lo que hace despiadado al hombre, lo que lo torna salvaje, es la ilusión que lo empuja a creer que podrá saciar su sed de espíritu en el mundo de la carne. La locura que se apodera del alma del hombre entonces, ese “algo” que la posee y sojuzga, no es otra cosa que el espejismo de la materia. La violencia, el instinto depredador, la competencia salvaje por el territorio, por los bienes materiales, por el poder –sea en la escala que sea–, es el grito del alma desgarrada que no encuentra el camino hacia su liberación. Esto ocurre porque el verdadero tesoro del mundo está fuera del mundo. O, mejor, conteniendo el mundo desde más allá de lo meramente mundano.

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