Para el estudio utilizaron una muestra de 64 hombres de entre 21 y 45 años que veían pornografía una nada desdeñable media de cuatro horas semanales. Les hicieron tomografías mientras visionaban estos vídeos y las comparaban con los resultados de cuando veían vídeos de personas haciendo otras cosas, como por ejemplo ejercicio. Observaron que en la mayoría de los casos, cuanta más pornografía consumía un hombre, más se deterioraban las conexiones neuronales entre el cuerpo estriado de su cerebro y la corteza cerebral –zona encargada de la toma de decisiones, el comportamiento y la motivación–. Es decir, desarrollaba lo que se ha llamado Porn Brain (cerebro de pornografía: como el pie de atleta pero con un estigma mayor).
El estudio no está del todo completo: falta determinar la relación causa-efecto. Es decir, confimar que estos fenómenos son causados por el consumo de porno, no de las personas con estas características cerebrales son más propensos a ver material pornográfico en la red.
Por esta falta de confirmación, entre otros factores, el estudio no goza de la popularidad que merecería su sensacional conclusión. Antonio Casaubón, sexólogo, psicólogo y presidente de la Federación Latinoamericana de Sociedades de Sexología y Educación Sexual (FLASSES), amplía miras: que la producción de dopamina, que está condiciona por el factor sorpresa, sí podría alterarse con el consumo de porno. “Podría darse la circunstancia de que el individuo que consume porno sea inmune al interés sexual. Dicen que tras muchos años de consumo los usuarios terminan de dormir su respuesta sexual. Pero esto sería así si fueramos animales; sería como los perros de Pavlov, pero se pierde en el camino el emoción sexual y la parte afectiva. En el deseo sexual intervienen muchos factores más allá del estimulo, es verdad que los varones somos más visuales pero el porno no tiene porque adormecer sino potenciar, en muchas ocasiones, las fantasías sexuales”.
En defensa del estudio está Efiegnio Amezúa, codirector del Máster de Sexualidad de la Universidad de Alcalá de Henares, que, aferrado al renombre y la solvencia del instituto que firma este estudio, cuenta que es evidente que “el exceso de consumo, pero sea de porno o delante de la televisión viendo fútbol, está constatado que produce pasividad. Y eso es lo mismo que decir que la actividad cerebral no está activa. Me parece coherente y consecuente aunque cuatro horas semanales no es un índice de consumo grande”.
“Es posible que la pornografía inhiba más la capacidad cerebral por el hecho de que es un material que atrae o agarra más que otro contenido”, prosigue Amezúa. “La pornografía en las edades de la muestra se entiende como un estimulo habitual. Es un aliciente e incita la atención por todos los estímulos que se manejan en la pornografía. Es normal que digan que inicialmente estimula más la actividad cerebral que tras varias horas de visionado”.
Casaubón pone una variable más encima de la mesa: la adicción. “Otra cosa es que estemos hablando de una adicción y que el único modo de experimentar la sexualidad para ese hombre sea viendo pornografía. Entonces estamos hablando de otro tipo de individuos con patologías como trastornos obsesivos compulsivos o unas características psicologías especiales que les lleva a refugiarse en el porno por sus carencias personales”, remacha. Eso sí, deja claro para el placer general, que “el porno es un elemento más del juego erótico y la expectación de la sexualidad que no se puede catalogar ni de bueno ni de malo. Puede permitir desarrollar fantasías sexuales y normalizarlas –mira 50 sombras de Grey, muchas mujeres jamás hubieran pensado sentirse atraídas por ese tipo de sadomasoquismo light–. Simplemente es un elemento más”.
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