Los hombres sí lloran

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Adolfo Zableh, columnista de Fucsia, desmitifica la idea de que los hombres no lloran.

El año pasado lloré todo lo que no había llorado antes. La cosa empezó un martes en la tarde, luego de pasar horas pensando en las mujeres que han pasado por mi vida y en lo que cada una de ellas ha significado, desde mi madre hasta mi pareja actual. Cuando encontré las respuestas, que ahora no vienen al caso, me desgajé como si fuera un niño y no paré hasta vaciarme. Eran casi las seis de la tarde y el sol se iba mientras unas pocas gotas de lluvia caían. Llámenlo como quieran, yo lo encontré poético.

Y el fenómeno sigue. Ya no lloro con la violencia de antes, al contrario, controlo el llanto en lugar de él controlarme. Pero cada tanto, muchas veces sin saber por qué, se me salen las lágrimas. En plena calle, oyendo una canción, leyendo, hasta yendo por un vaso de agua. No sé cómo funciona, el punto es que entre julio del año pasado y hoy me han sorprendido las lágrimas en los lugares más inconvenientes. El otro día, el llanto me agarró haciendo la fila para montarme a un avión y la azafata me preguntó si estaba bien.

Y debió preguntar porque así lo ordena el manual, pero también porque nos enseñaron que los hombres no lloran, y que hacerlo es sinónimo de debilidad o tristeza. Pero yo no estaba triste ni débil. Al revés, estaba lleno de ilusión y fuerza porque iba a pasar una temporada con mi madre, mi hermana y mi sobrina. Lloraba por, no sé, lo que pudo ser y no fue, por lo de antes, por lo que alguna vez dolió y hoy es mera anécdota. Agradezco cada lágrima derramada porque no ha sido un gasto sino una inversión. He llorado a todos mis muertos, pero principalmente, a mis vivos, porque en este punto de la vida he aprendido que vale la pena llorar más por los que están que por los que se fueron.

Pero llorar, aunque sea de dicha, desgasta, y al mismo tiempo es liberador porque después de hacerlo llegan la paz y las respuestas. Dicen los expertos que el llanto elimina emociones negativas, libera toxinas y reduce el estrés. Y aunque está lleno de beneficios, a los hombres de mi tiempo nos enseñaron a no hacerlo para que no tomaran ventaja de nosotros, y al que llorara le decíamos que era marica. Por eso somos de corazón cerrado. Evitamos hablar, llorar y, en general, demostrar que sentimos. Por eso, hemos convertido el sexo y la violencia en nuestra forma de expresión.

Antes lloraba con pocas cosas, poquísimas, casi con ninguna. Si acaso con Billy Elliot. Se me ponían los ojos vidriosos en la escena donde el protagonista se despide de su abuela porque sabe que no la volverá a ver. Cuando la veía, recordaba que yo una vez abracé a mi abuela una noche de enero como no la había abrazado nunca, y dos días después murió, como si ese abrazo la hubiera matado. Y luego lloraba en la escena final, cuando Billy es ya un gran bailarín de ballet y su padre va a verlo en una presentación en Londres. Me identificaba también porque siempre quise que mi padre se sintiera orgulloso de mí y se murió sin ser capaz de preguntárselo. Pero eran tres lágrimas las que soltaba en realidad, eso no es llorar. Llorar es dejarse ir, hundir la cara en la almohada y no soltarla hasta que toque cambiar la funda.

Una estadística dice que los hombres lloramos una vez al mes, mientras que las mujeres lo hacen cinco, lo que me ha hecho sentir que soy una más. Me siento estrenando el corazón, lo que me lleva a hacer dos preguntas: ¿Cómo hacen ustedes, las mujeres, para manejar tanto llanto? ¿Cómo pueden vivir con eso y, aun así, ser más fuertes que nosotros?

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