El absurdo reality de las postulaciones a los colegios

Educación waldorf

Es una hazaña titánica, impredecible, arbitraria”, dice la escritora María José Viera-Gallo sobre el polémico sistema de postulación que hoy existe en colegios particulares y algunos subvencionados. Aquí, Viera-Gallo revisa el proceso desde su propia vivencia. “La ridiculez de ‘dime dónde estudias y te diré quién eres’ se agrava especialmente hoy, cuando los rankings y tests Simce, Pisa, entre otros, dominan nuestro concepto de buena educación, generándonos la distorsión maquiavélica de que el ingreso a pre kínder es tan relevante como el de la universidad”.

Por María José Viera Gallo.

 Un año antes

Alguna vez pensé que no era mala idea que mi hijo estudiara en un pequeño colegio de La Reina con maravillosos eucaliptus a la entrada y aún más maravillosos resultados Simce a la salida.

Un colegio cerca de la casa, sin nombre de santo, que no me cerrara el ojo si tenía amigos o conocidos entre sus apoderados, ni me exigiera pertenecer a alguna colonia (europea, árabe, hebrea), y, más importante, que su alta matrícula no me llevara a un nicho elitista, arribista o esnob.

Este colegio estaba teniendo cierta fama entre jóvenes profesionales de los alrededores -La Reina, Ñuñoa, Peñalolén- por tener cursos chicos, ofrecer solo básica y alcanzar altos puntajes Simce en Lenguaje. Más que los puntos, me gustaba que en su página web desplegara un lema tan noble e impopular como “formamos niños lectores”.

Siendo escritora fue fácil caer en la tentación, y rápidamente imaginé a mi hijo -la maternidad es un gran despliegue de alucinaciones- leyendo novelas juveniles entre los árboles, escribiendo composiciones dignas de un Papelucho bien letrado, demostrándoles a los más escépticos que no todos los chicos son neo analfabetos con smartphones.

Partí a postularlo en esta época, julio, que es cuando se abre el proceso de selección en los colegios particulares y algunos subvencionados para el año que viene. Una anticipación histérica, mercantilista, sobregirada, que no tiene nada que ver con ser los suizos de Latinoamérica, porque ni suizos ni europeos seleccionan con tiempo, ni menos con chequera, a sus alumnos.

Había escuchado que era mejor tener dos y hasta tres cartas de “establecimientos educacionales” bajo la manga, que ser admitido era una hazaña titánica, impredecible, arbitraria y, por lo mismo, el rechazo resultaba muchas veces frustrante. Casi para sufrir una ingesta de ravotriles. ¿Dónde había escuchado todas estas cosas? No precisamente en un comunicado público del Ministerio de Educación. En comidas, bares, cumpleaños de amigos, o lo que los gringos llaman “la conversación chica” (small talk) de ciertos blogs.

Cualquier padre primerizo sabe que hablar de postulaciones al alero de una copa se ha vuelto una catarsis digna de la Asociación de Apoderados Alcohólicos Anónimos. El tema “colegio” angustia, quita el sueño, inseguriza más que cualquier otra decisión en la vida, lo que si nos detenemos a pensar un segundo es francamente ridículo. Con un poco de disposición y tiempo, cualquiera puede enseñarle a su hijo a leer y a escribir, a memorizar unos lindos versos, a contar los árboles y a tocar flauta. La ridiculez de “dime dónde estudias y te diré quién eres” se agrava especialmente hoy día, cuando los rankings y tests Simce, Pisa, etc., dominan nuestro concepto de buena educación, generándonos la distorsión maquiavélica de que el ingreso a pre kínder es tan relevante como el de la universidad.

Tengo amigos que han fantaseado con no caer en esta psicosis y meter a sus hijos a esa utopía primermundista llamada “el colegio de la esquina”, de terminar con la segregación partiendo por casa, pero a la hora de ir a llenar una ficha se han visto impactados -salvo contadas excepciones- por ese aire autoritario muy siglo XX que domina la mayoría de las aulas, para qué decir de sus problemas de infraestructura y currículum sin alma ni brillo.

En un país sin educación pública de calidad al alcance de la mano, no debería sorprender que el tema colegio sea tema, pero sí que se convierta en una pesadilla. Volvamos a la pesadilla.

Nunca he sido de las que compran tres jugos diferentes en el supermercado para elegir en la caja con cuál quedarse, y desobedeciendo todos los consejos, decidí postular a mi hijo solo a ese colegio cerca de mi casa y amigo de los libros.

Luego de pagar algo cercano a los 30 mil pesos para participar del bendito casting, nos citaron a mí y a mi hijo de casi cuatro años al gran día. Empecé a tomármelo todo en serio, hasta que el buen sentido me hizo tomármelo todo en broma.

¿Estaba nerviosa? Claro que sí. Uno ama a su hijo más de lo que el mundo lo ama a él. Mi nerviosismo si bien camuflado de ironía, tenía un elemento extra: la curiosidad, la hipersensibilidad, y el temperamento impredecible de mi primogénito estaban lejos de congeniar con el ideal del animalito doméstico que responde a estímulos y a órdenes, “según lo esperado”, y luego es aceptado al circo.

Llegado el gran día, la primera prueba fue mentirle a la entrada del colegio, decirle que íbamos a jugar a las 8 am con una gente muy simpática que jamás habíamos visto. Aceptó el panorama.

La segunda prueba fue un poco más difícil. Tenía que jugar sin mí; es decir, entrar a una sala donde lo esperaban dos “hadas” (era una manera de describir a las tías) de delantal. Una amiga ya me había contado que su hijo no había querido entrar, dándose por concluido el proceso poco natural de selección, ahí mismo. El mío traspasó el umbral, se fue con la hada a una sala de pre kínder sin llorar ni hacer pataletas. Sonreí orgullosa, le textié a mi mamá una sola palabra: “entró”.

A los dos segundos me vinieron a buscar. Creo que puse cara de pánico. Me dijeron que mi hijo quería que lo acompañara. ¿Se podía? ¿No descontaban puntos? En este colegio de alma liberal no había problemas con eso, podía entrar. Sólo tenía que quedarme parada a un lado, hacerme la despistada, simular encontrarme en el mejor de los mundos.

Lo llevaron a una salita con juguetes de plástico. Acostumbrado a jugar con lana, piedras o palos de escoba en su jardín Waldorf, el pobre se sobreexaltó. La tía no alcanzó a preguntarle si prefería la granja o los planetas, cuando mi hijo ya se había puesto un snorcker en la cara, una tela como capa, y corría por toda la sala persiguiendo peces imaginarios. Me sentí muy orgullosa de su buen ánimo y de su imaginación, pero al parecer la parvularia no opinaba lo mismo. Vi que escribía anotaciones sombrías en un informe. Sin alarmarme, como quien se pone el parche ante la herida, salí en su defensa, explicándole que mi hijo -quien no paraba de nadar, feliz, en éxtasis por la sala- estaba acostumbrado al juego libre. Asintió no muy convencida.

La tercera prueba consistía en que se sentara en un banco con papel y lápiz, frente a un libro que la tía le iba mostrando. Empezaron los ejercicios. Que cuáles eran números y cuáles letras, que ordenara de más grande a más chico una figura, y así. A veces mi hijo contestaba bien, otras muy mal, se distraía y se ponía a hablar de asuntos más entretenidos (los juguetes, un pájaro afuera). Cuando la mujer insistía, por ejemplo, que con el lápiz siguiera la forma de un laberinto, él la miraba con desconfianza, como si fuera el mismo Minotauro.

En seguida vino la prueba final: “dibuja una persona”. Mi hermana ya me había contado que dibujar una cara era la “gran vara” coladora de todos los colegios tradicionales.

Tuve ganas de decirle a la parvularia que ni siquiera yo sabía dibujar una cara, que dibujar personas era algo muy aburrido por lo demás, que el manejo o la mezcla de colores y manchas decía más que cualquier forma cerrada. Desistí. Ya me estaba entregando a la idea de que había algo erróneo no solo con ese colegio, sino con todo el sistema.

A esas alturas mi hijo ya miraba por la ventana al pájaro que claramente quería entrar a la sala, consciente él y el colibrí, que el supuesto día de juego era un cínico interrogatorio primo chico del Simce.

La mujer se apiadó de mí y me dio una última oportunidad. Sacó un papel y le mostró un círculo a mi hijo. Preguntó qué era. Si no respondía esa, su eliminación era inminente. De repente mi hijo despertó de su ensueño, miró el dibujo y dijo sonriendo, “un sol”. Casi aplaudo de felicidad. La tía le dio una segunda chance. ¿Seguro? Un sol, insistió mi hijo, es un sol pero no es amarillo. Otra cruz. No es un sol, suspiró la mujer, es un círculo. Podíamos irnos.

Iba preparada para el más duro de los reality shows, pero no pensaba ser eliminada tan injustamente. Ni siquiera había una cámara con la cual desahogarme. Para mí ese círculo también era un sol. Ni el mismo Stephen Hawking habría podido negarlo.

En el informe que recibí más tarde, vía e-mail, me dijeron que mi hijo era inmaduro, inquieto y disperso. Que no estaba preparado para ir al colegio. ¿Qué querían? ¿Que me convidara al Starbucks de la UDP a tomar latte, me aconsejara qué hacer con mi vida, y doblara su ropa perfectamente al acostarse? Los niños son inmaduros, dispersos e inquietos per se.

Después de este fracaso escolar, me fui a probar suerte a otro colegio, esta vez en Providencia. Me dijeron, casi con orgullo, que ellos no hacían tests intelectuales, sólo los observaban jugar y sociabilizar. Bien. Me dieron una hora, la anoté. Todo parecía demasiado sensato para ser cierto. A la salida del colegio, pasé por afuera del kínder. Los niños miraban la calle desde atrás de las rejas. Me acerqué a ellos y en una suerte de iluminación, decidí someterlos a mi propio test, el único realmente válido: ¿Son felices en su colegio? Recibí tres “No” rotundos. Ya había tomado mi decisión.

Unos meses después siguieron ocurriendo cosas relacionadas al tema colegio. Una amiga escritora me dijo que ese primer colegio de La Reina al que había postulado mi hijo era sólo en apariencia “humanista”. Es más, era famoso por vivir para el Simce, y seleccionaba a los niños bajo ese objetivo. No sólo eso, el día en que iban a hacer la prueba, les pedían a los estudiantes “no tan competitivos” que mejor no asistieran a clase. ¿Cómo no me di cuenta de todo eso antes?

Lo peor de la fiebre Simce es que hasta los colegios más hippies se contagian. Mi amiga escritora probó suerte en un colegio de nombre impronunciable, también de La Reina. El niño se cohibió tanto cuando le pidieron nombrar las partes del brazo que se puso a tartamudear. Las tías, estas sin delantal, le dieron el pésame. Hablaron de un problema de “latencia” y se despidieron.

Conclusión: Los niños tímidos tampoco tienen derecho a ir al colegio.

Otra amiga de Valparaíso también fue expulsada del reality de las postulaciones, porque si bien “la familia era para el colegio”, su hijo no. Razones: los mismos adjetivos que me dieron a mí; inquietud, dispersión.

Brindamos por eso.

Un año después: 

Nuevos estudios de la Universidad de Winsconsin y del Instituto Max Planck para las Ciencias Políticas señalan que los niños más dispersos son los adultos más inteligentes. Que memorizan más y mejor.

Me da igual lo que digan los estudios. Mi hijo ya va a cumplir seis años y asiste a un colegio también de La Reina, también con eucaliptus a la entrada, pero con cero puntos Simce a la salida. Un colegio cuya pedagogía (Waldorf) no se centra en la competencia ni en la nota, sino en la exploración directa del mundo y del conocimiento. Los niños aprenden a escribir en primero básico, como a la antigua. Antes se les deja ser lo que son: niños.

En las mañanas se va cantando al colegio, y cuando lo voy a buscar pasa un buen rato antes de que logre bajarlo de los árboles. Su kínder es su segunda casa, un lugar de contención, juegos, cuentos y ejercicio de constante asombro, donde nadie lo rankea.

-¿Cuál es la diferencia entre un círculo y un sol?

Alguna vez en esa pregunta parecía concentrarse el futuro de mi hijo. Ahora todo es más complicado, redondo, y mi hijo sospecha que no hay un solo sol, sino varios. ya

“Mi nerviosismo tenía un ele-mento extra: el temperamento impredecible de mi primogénito estaba lejos de congeniar con el ideal del animalito doméstico que responde órdenes”.

“La mujer se apiadó de mí y me dio una última oportunidad. Sacó un papel y le mostró un círculo a mi hijo. Preguntó qué era. Si no respondía esa, su eliminación era inminente”.

 

Por María José Viera Gallo.

FUENTE: Revista Ya, El Mercurio

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